Por: Johann Freire
Ser el eterno forastero, el eterno aprendiz, el eterno postulante: he allí una forma para ser feliz.
Hace unos días se conmemoro la muerte de uno de nuestros mejores narradores que nos dio el Perú para Latinoamérica y el mundo. La obra narrativa de Julio Ramón Ribeyro es la expresión más destacada del realismo urbano que surgió en el Perú durante los años cincuenta, otorgándoles a sus personajes la voz y el rostro de la clase media y popular peruana.
Recuerdo en él mi niñez que llego en ese primer libro bajo el brazo de mi padre, “La Palabra del Mudo” que gustoso me lo entregó y yo curioso me senté en el piso polvoriento donde vivía por entonces a leer con devoción y mucha imaginación. Fue el despertar mío a la lectura que hasta hoy en día conservo.
Gracias a ese estilo sencillo e irónico, los personajes de sus historias se encuentran ante situaciones de quiebre y fracaso y sentimientos personales como la soledad. Su muerte debida a su adicción al cigarro fue un golpe duro que recibí en mi adolescencia, la noticia me la volvió a dar mi padre. En ese tiempo no entendía de adicciones y enfermedades tan dolorosas como el cáncer. Recuerdo el cuento “El Doblaje”, “Al Pié del Acantilado”, “Silvio en el Rosedal” y otras que son parte del legado Riberiano. Sigo pensando: Escritores los de antes carajo!!!
SOLO PARA FUMADORES
Extraído de “La Palabra del Mudo” Volumen IV – Cuentos 1952 – 1993 Primera edición: Diciembre 1994 Jaime Campodónico / Editor S.R.L. Lima - Perú
Sin haber sido un fumador precoz, a partir de cierto momento mi historia se confunde con la historia de mis cigarrillos. De mi período de aprendizaje no guardo un recuerdo muy claro, salvo del primer cigarrillo que fumé, a los catorce o quince años. Era un pitillo rubio, marca Derby, que me invitó un condiscípulo a la salida del colegio. Lo encendí muy asustado, a la sombra de una morera y después de echar unas cuantas pitadas me sentí tan mal que estuve vomitando toda la tarde y me juré no repetir la experiencia.
Juramento inútil, como otros tantos que lo siguieron, pues años más tarde, cuando ingresé a la universidad, me era indispensable entrar al Patio de Letras con un cigarrillo encendido. Metros antes de cruzar el viejo zaguán ya había chasqueado la cerilla y alumbrado el pitillo. Eran entonces los Chesterfield, cuyo aroma dulzón guardo hasta ahora en mi memoria. Un paquete me duraba dos o tres días y para poder comprarlo tenía que privarme de otros caprichos, pues en esa época vivía de propinas. Cuando no tenía cigarrillos ni plata para comprarlos se los robaba a mi hermano. Al menor descuido ya había deslizado la mano en su chaqueta colgada de una silla y sustraído un pitillo. Lo digo sin ninguna vergüenza, pues él hacía lo mismo conmigo. Se trataba de un acuerdo tácito y además de una demostración de que las acciones reprensibles, cuando son recíprocas y equivalentes, crean un statu quo y permiten una convivencia armoniosa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario